jueves, 12 de noviembre de 2009

Cuando me encontré a mis mismos

Entré en el bar. Maldita sea, un tipo estaba leyendo el As. Me arrimé a él para meterle prisa, y quedé atónito. Ese otro era yo mismo. ¿Era aquello una pesadilla o un cuento de Borges? La verdad es que era yo, aunque más bronceado, con mejor tono muscular, un polo Hilfiger y una cartera llena de euros. Nos presentamos: Hola, soy tú. Hola, eres yo. Y comentamos sobre nuestras vidas, sobre todo acerca de en qué punto éstas, por esos caprichos de los pliegues espacio-temporales, habían divergido. Y al cabo de un rato de cábalas, llegamos a la conclusión de que todo cambió un día durante la adolescencia en que tanto él como yo, siendo él yo, y yo él, nos fugamos de casa. Yo, durante dos horas. Él, durante una semana. Cuando él regresó, mis padres (es decir, los suyos, que eran los mismos que los míos, aunque tamizados por el pliegue espacio-temporal) lo miraron con más respeto, y decidieron invertir un dineral en él para que hiciera económicas en Harvard: ahora era uno de los consejeros del Banco de Santander, codo a codo con Botín. Yo, en cambio, seguí mi vida rutinaria, ya que ellos ni siquiera se habían enterado de mi fuga, y así acabé de empleado de banco.
De repente, un tipo encapuchado entró en el bar y gritó que aquello era un atraco. Toda la gente fue soltando relojes, móviles y dinero... hasta que llegó a nosotros. Supimos que dudaba por un instante. Acto seguido se quitó el pasamontañas... y allí estaba yo, y él también, pero este yo y él estaba bastante ajado, con varias cicatrices en la cara y ojos de haberse fumado todas las cosechas magrebíes de hachís. Le preguntamos cómo había acabado en eso, y nos explicó que un día, de adolescente, se escapó. Nos miramos, alucinados. Pero él se escapó, y entre una cosa y otra nunca más regresó a casa. Se buscó la vida, y con el tiempo se dedicó a robar bancos. Una cosa estaba clara: nuestra vida, es decir, la mía, la de él y la de él, que todos, en trinitaria conmoción, son yo, giraba en torno a los bancos.
Súbitamente se oyó un tumulto en la calle. Mi otro yo macarra devolvió los objetos a cada uno de los clientes, tal vez celebrando con una buena acción tan extraño encuentro. Salimos y vimos, increíblemente, a otro yo, éste subido a la cornisa de un banco, afirmando que iba a saltar y suicidarse. Repitió varias veces: que me tiro, que me tiro... con esa poca convicción que despliegan los falsos suicidas. Aguardó a que llegara la policía y lo retuviera ante de saltar fatalmente al vacío. Cuando se lo llevaban, pasó por delante de mí, es decir, de nosotros; en ese instante un policía le preguntaba por qué había hecho aquello, y él le dijo, señalándonos, que le estuvo bien, por no haberse ido de casa de adolescente, ni siquiera por unas horas, como hicimos nosotros.
Nuestros caminos se separaron, espero que para siempre. Pero juraría que un tipo que vi mendigando a la puerta del mismo banco era yo también. ¿Qué habría hecho ese yo para acabar así? ¿No escaparse y ser bueno? ¿Escaparse unos minutos? Aceleré el paso. Llegaba tarde al banco.

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