domingo, 18 de octubre de 2009

Años 50: una foto de playa

Bien. Si uno ve esta foto del verano de 1959 (año excelente, pues en él nacieron mi mujer, Carola y mi hermana, Susana), playa de As Sinas, no podrá evitar reparar en una figura. Es inevitable. Ahí están mis padres, dos de mis tías, dos de mis primos, dos de mis hermanos, Chiru y una señora inidentificada... pero el que se sale de la foto es ese forzudo de circo de la derecha, el legendario tío Vicente, hermano de mi abuelo paterno. No llegué a conocerlo, pero sus ecos épicos aún perduran.
¿Por qué legendario? El hecho de haber vivido muchos años en Argentina confiere a cualquier realidad una consistencia hiperbólica a la que no se pueden resistir los que allí viajan, sean gallegos o turcos. Se decía de él que en el almacén que regentaban en las afueras de Buenos Aires, el tío Vicente cargaba con un saco de cien kilos en cada mano; también, que a ese almacén de la frontera bonaerense, allá, por los años veinte, fueron a repostar los últimos gauchos de la Pampa, machete en ristre, boleadoras en mano, cicatrices en rostro; también se decía, pues la épica culinaria siempre ha estado ahí, que era capaz de comerse una finca (una leira) de patatas a la comida y otra a la cena; que tuvieron que matarlo varias embolias porque una no era suficiente para acabar con él; se sabe que, una vez en Santiago de Compostela, en plena posguerra, soltó un puñetazo a un militar por faltarle éste al respeto a su cuñada, es decir, mi abuela: se dice que el militar de grado salió volando por encima de las mesas. Viendo la foto me lo creo. Posiblemente se salvó del paredón por tener en el ejército a un sobrino, el tío Germán, pues en ese caso ser afecto al Régimen podía no ser un eximente suficiente. Nunca sabremos qué tanto por ciento de verdad esconden las palabras. Sabemos que la esencia de la leyenda es siempre la exageración, y que "hablar" viene de "fabulare", por eso Argentina es un país de fábula.
Hubo otro tío legendario, éste del lado materno. Cuentan de él que en una de esas ferias rurales de finales del XIX o principios del XX llegó un feriante con un oso, un oso de esos con una argolla en la nariz, incitando a la gente a que pagara por enfrentarse con él. El menda no sólo se atrevió, sino que tumbó al oso de un mamporrazo. Dicen que rompió la espalda un día que quiso acarrear un tronco descomunal él solito... porque ya lo había hecho más de una vez. Pero, ya sabéis, la distancia es el combustible del que se alimentan las leyendas.

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