viernes, 22 de mayo de 2009

¡Kansas, Kansas! (5): desconfía del forastero


Kansas está en el corazón del Medio Oeste, es decir, en el inmenso territorio que abarca desde los Apalaches a las Rocosas. Para el estadounidense medio, los del Medio Oeste son los "rednecks", es decir, los paletos, y dentro del Medio Oeste son los de Minnesota los que se llevan la palma como paletos máximos. ¿Cómo es un "redneck", os preguntaréis? Este es un retrato robot del especimen masculino: Gorra de béisbol, bigote, camiseta anunciando la cerveda Bud, vaqueros ajustados y zapatillas de deportes. Conducen las clásicas furgonetas llamadas "pick-up trucks", casi siempre de la marca Toyota (como el de la foto), fuman, beben cerveza o Bourbon y los fines de semana van a pubs donde se escucha música country y western. A la variedad "redneck" de Kansas se le conoce como "granola", por las galletas de cereales de esa marca.

Aparte de lo exterior, el "redneck" se distingue por algo que habréis constatado en las películas: desconfianza hacia el forastero. Entrar en un bar o pub con pinta de no ser de allí provoca miradas de recelo, risas sarcásticas o actitudes claramente agresivas o retadoras hacia el recién llegado. Yo sentí eso en Lawrence porque mi aspecto era claramente forastero. La ropa que llevaba (fijaos en la foto), el estilo, el corte de pelo, la actitud ante cualquier situación trivial descolocaban a la gente, y todo lo que descolocaba a la gente soltaba un tufillo antiamericano. Por eso, por ese aspecto diferente era por lo que muchas veces, sobre todo en un bar de comidas llamado Drake's, me venían a hablar desconocidos que se sentían desplazados en su propio país. Entre estos había gays, pieles rojas de la reserva de Salina, fumadores compulsivos, adolescentes inadaptadas, rockeros disparatados, intelectualoides... En fin, que los atraía como moscas, y cada uno se me quejaba de algo: del genocidio perpetrado por los malditos rostros pálidos (sería que a mí no me veían tan pálido), de las medidas cada vez más restrictivas con el tabaco, de la mierda de música que se oía en las emisoras, de la imposibilidad de hacer algo interesante si eres joven... me sentía como un confesor. No, como un misionero de la rareza en tierras salvajes.

Otro problema era la confusión entre español e hispano. Yo, por si acaso siempre decía que era de España, Europa... y las cosas cambiaban, porque en aquellos años no existía lobby hispano alguno en los EE UU, y ser hispano equivalía a ser un analfabeto, un espalda mojada, etcétera. Saber que era europeo producía dos efectos contrapuestos que a veces se mostraban simultáneos en una misma persona. Por un lado, la admiración hacia esa cultura milenaria (consideraban Europa como una unidad, los muy incautos); por otro, la animadversión hacia la política mundial de esa cultura milenaria, es decir, la tendencia a no hacer nada ante crisis mundiales a la espera de que EE UU intervenga, y luego reprochar a los EE UU que intervengan. Con todo, ser europeo solía producir admiración en el interlocutor, ¡como si tú hubieras estudiado para serlo!, y debo decir que el jerséy de la foto, comprado en Zara, causaba sensación.
Con respecto al recelo al foráneo, me ocurrió una anécdota cuando daba clase en la facultad. Resulta que un día tiré de la pantalla que había en la pared para proyectar algo, y la pantalla se descolgó y fue a aterrizar en mi brazo. Carcajadas, claro, y yo con un dolor considerable. No podía arreglar aquello, o sea que así se quedó cuando abandoné el aula. Al día siguiente, recibí una nota en mi casillero: el profesor de francés que daba clase en esa aula a la hora siguiente había escrito lo siguiente (aún guardo la nota): "Si ya es intolerable la grosería de que no borre el encerado, más aún lo es que deje rota la pantalla del proyector. Viendo su actitud no es de extrañar la situación de los países lationoamericanos." Llevé la nota al jefe de departamento, que tuvo que sofocar un intento de linchamiento al profe de francés por parte de mis compañeros mexicanos, peruanos, argentinos, etc. Al día siguiente el profe de francés vino a disculparse, pálido como la cera, pues le había caído un rapapolvos espectacular. De entrada yo le dije que lamentaba no haber borrado el encerado, y le pedía perdón. Después, que lo de la pantalla fue un accidente, y que lo sentía, pero el brazo estaba amoratado y yo no era masoca. Pero respecto a lo último, primero le especifiqué que yo no era latinoamericano, sino europeo, de España (palideció aún más, el pobre xenófobo), país que limita con su amada Francia, y apostillé que sus palabras no merecían más comentarios, pues hablaban por sí mismas ("...they speak for themselves"). Qué gran conclusión. Me sentí digno, orgulloso, y europeísticamente feliz con mi revancha.

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