martes, 24 de marzo de 2009

San Isidro: dos cuadros, dos almas



No creo haber visto mayor contraste que el de dos cuadros de un mismo autor: "La pradera de San Isidro" de Goya, en las versiones de finales del siglo XVIII (a la derecha) y la de comienzos del siglo XIX (detalle del cuadro, a la izquierda). Esta última refleja un alma trastocada. La escena galante y luminosa de se convierte en una escena de terror, de angustia, con personas apelotonadas como en un solo cuerpo, con horribles bocas abiertas, tal vez porque el Goya sordo percibía así a los seres humanos: cavidades huecas que emiten vacío. Y los embozados, ese leitmotif de Goya, esas presencias intrigantes, atemorizadoras, esos presagios de muerte, y esos rostros que se repiten en el duelo a garrotazos, en los fusilados del tres de mayo de 1808, esos rostros que revelan incultura, inocencia, lascivia, brutalidad, todo en uno solo. El pasado puente estuve en El Prado, y, como siempre visité a Goya. Las pinturas negras siguen conmocionándome. Solo de imaginar mi casa decorada por esas pinturas, me entran escalofríos: despertarme viendo a Saturno devorando a sus hijos, un aquelarre, la nombrada romería, ese enigmático perro semihundido, esos viejos cadavéricos comiendo sopas... ¿Qué le ocurrió a Goya? Pues que sufrió una enfermedad que lo dejó sordo y aislado, una guerra aterradora y el desprecio de sus paisanos por ser un afrancesado. Pasó de ser un pintor de corte a un cronista de las atrocidades contemporáneas. Un maestro, un visionario, Goya, tal vez el más grande. Así cambia el arte, así se crean las obras maestras, a través del sufrimiento y una técnica grandiosa capaz de expresar la angustia, el desasosiego... el horror, que diría Kurtz, que diría Conrad, que diría Brando, que diría Coppola.

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