martes, 3 de febrero de 2009

Vamos a cumplir un año de blog

El tiempo vuela, sí, pero en este caso debo decir todo lo contrario. Resulta que falta un mes para cumplir el primer aniversario de mi blog, "Tardes eléctricas", y yo, que creí que a partir del primer mes ya no tendría nada que decir, me veo con más de cien entradas, y viendo que cada vez más gente visita la página: por mucho que se diga, un blog es algo dialéctico, pues, en mi opinión, si no hay público, no tiene sentido escribir para el hiperespacio. Estoy sorprendido. No, estoy feliz. Así que muchas gracias a los que visitáis la electricidad de este blog, a los que me reñís, a los que me corregís, a los que me animáis, a los que me alabáis, a los que me informáis, a los que... Un momento, ¿no parece esto un anuncio de Coca-Cola de hace tiempo? Lo dicho: muchas gracias, e intentaré conseguir que no me dejéis por otros, que la competencia es grandísima y mi tiempo para el blog es bastante limitado, y no tengo dinero para sobornaros, solo un teclado y algunas ideas que sobrevuelan esta cabeza y tengo que esforzarme en atraparlas y convertirlas en texto.
Gracias por venir. Alto ahí, ¿no parece esto una canción de Lina Morgan?

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Ya se que esto no tiene nada que ver con el aniversario pero lo tenia pendiente. De todas maneras algo habra que hecer para celebrarlo.

La semana pasada lei El Viaje del Elefante, de Saramago, que no Sara Mago.

No soy especialmente fan de Saramago, y si bien el Elogio de la ceguera me gusto mucho tengo que
decir que Todos los nombres me resulto un ladrillo. Por otro lado Portugal es el pais al que me iria a
vivir si tuviese que elegir alguno: me encanta su aire decimononico, pasear por Lisboa con sus calles
empedradas, comer en La Casa del Alentejo que es un lugar absolutamente decadente y que recomiendo a
todo el que puedo, sus cafes, pasear por la Alfama, Chiado, Barrio alto ... Los portugueses han sabido
conservar su pais frente a la monotonia del granito, farolas y bolardos que pueblan Caceres, Santiago,
Cadiz, Barcelona o Perandones.

Salomon, el elefante, es la excusa para enseñarnos el mundo que hay a su alrededor, Salomón es espectador
de la fauna humana que lo rodea, desde los católicos reyes portugueses
que idean quitarselo de encima y quedar compo unos reyes, valga la famosa redundancia, a los capitanes
que juegan con el como motivo para sus luchas. Fantastica tambien la parte de los clerigos que se empeñan en
milagrear a su costa. Me encanta tambien que de vez en cuando salga de la historia, en ambos sentidos, y pelee
por la invasion linguistica extranjera en Portugal que tambien podria ser España

Me ha resultado una gozada de leer, aunque no termino de acostumbrarme a su manera de redactar
a escribir de renglón seguido sin diálogos ni mayúsculas más que al comienzo de cada oración,
termina uno acostumbrandose pero ala fuerza ahorcan. Pero el caso es que lo lei casi de una sentada.

Sin ser fan como ya he dicho, sin embargo admito tengo una especial debilidad por Saramago que me parece
alguien entrañable y que respira modestia y humildad por todos sus poros. Y sobre todo desde que lei el
discurso con el que recibio el Nobel, que de vez en cuando releo. No se si lo conoces pero no me resisto,
porque es extraordinario. Es un poco largo pero ahi va una parte:

El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada,
cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo,
llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer.
Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran
vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo. Se llamaban
Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando
el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa,
recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama.
Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta.
Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos
procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día,
con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable.
Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del
huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda
de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas
veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados
de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para
lecho del ganado.
Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía: "José, hoy vamos
a dormir los dos debajo de la higuera". Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor,
por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera.
Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo
lo que significaba. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía,
y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo
en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la Vía Láctea, el camino de Santiago, como
todavía le llamábamos en la aldea.
Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando:
leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra,
palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente
me acunaba.
Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a
medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él,
calculadamente, le introducía en el relato: "¿Y después?".
Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con
peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo
imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo.
Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se
había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo
(en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo,
pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa.
Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me
preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella
siempre me tranquilizaba: "No hagas caso, en sueños no hay firmeza".
Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi
abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo
en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo
y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños.
Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde
entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas
palabras: "El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir". No dijo miedo de morir, dijo pena de morir,
como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final,
estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada.
Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en
ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de
irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador
de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto
uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.
Muchos años después, escribiendo por primera vez sobre éste mi abuelo Jerónimo y ésta mi abuela Josefa
(me ha faltado decir que ella había sido, según cuantos la conocieron de joven, de una belleza inusual),
tuve conciencia de que estaba transformando las personas comunes que habían sido en personajes literarios
y que ésa era, probablemente, la manera de no olvidarlos, dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con
el lápiz siempre cambiante del recuerdo, coloreando e iluminando la monotonía de un cotidiano opaco y sin
horizontes, como quien va recreando sobre el inestable mapa de la memoria, la irrealidad sobrenatural del
país en que decidió pasar a vivir.
La misma actitud de espíritu que, después de haber evocado la fascinante y enigmática figura de un cierto
bisabuelo berebere, me llevaría a describir más o menos en estos términos un viejo retrato (hoy ya con
casi ochenta años) donde mis padres aparecen. "Están los dos de pie, bellos y jóvenes, de frente ante el
fotógrafo, mostrando en el rostro una expresión de solemne gravedad que es tal vez temor delante de la
cámara, en el instante en que el objetivo va a fijar de uno y del otro la imagen que nunca más volverán a
tener, porque el día siguiente será implacablemente otro día.
Mi madre apoya el codo derecho en una alta columna y sostiene en la mano izquierda, caída a lo largo del
cuerpo, una flor. Mi padre pasa el brazo por la espalda de mi madre y su mano callosa aparece sobre el
hombro de ella como un ala. Ambos pisan tímidos una alfombra floreada. La tela que sirve de fondo postizo
al retrato muestra unas difusas e incongruentes arquitecturas neoclásicas". Y terminaba: "Tendría que llegar
el día en que contaría estas cosas. Nada de esto tiene importancia a no ser para mí. Un abuelo berebere,
llegando del norte de Africa, otro abuelo pastor de cerdos, una abuela maravillosamente bella, unos padres
graves y hermosos, una flor en un retrato ¿qué otra genealogía puede importarme? ¿en qué mejor árbol me
apoyaría?".
Escribí estas palabras hace casi treinta años sin otra intención que no fuese reconstituir y registrar
instantes de la vida de las personas que me engendraron y que estuvieron más cerca de mí, pensando que no
necesitaría explicar nada más para que se supiese de dónde vengo y de qué materiales se hizo la persona
que comencé siendo y ésta en que poco a poco me he convertido.

Anónimo dijo...

Nada, nada, animo y a seguir ....

(y vaya lata lo del Saramago, ¿no?)