jueves, 20 de noviembre de 2008

Liquidámbar


Ayer, mientras mis alumnos hacían un examen, me quedé mirando por la ventana. Desde ella se ve el patio de recreo, rodeado por muchos camelios y dos árboles llamados liquidámbar, de la familia del arce, creo. En esta época las hojas del liquidámbar puede llegar a poseer tres colores: rojo burdeos, verde y amarillo. Un solo árbol resume una evolución, un ocaso. Unos alumnos hacían gimnasia, y una ráfaga de viento hizo volar varias hojas hacia ellos. Nadie se percató, como nadie advierte el tiempo que discurre. El liquidámabar se constituye en símbolo perfecto del otoño a través de lo efímero, lo pasajer en su propio cuerpo simultáneamente; la carne tenue de esas hojas caerá en el olvido o solo quedará en la mente como imágenes fugaces, sensaciones ambivalentes, igual que un beso furtivo, o que un gol marcado en el recreo. Por un momento, mientras mis alumnos se aprovechaban de mi ensimismamiento para copiar como posesos, me imaginé que el liquidámbar conquistase las calles de Vigo, aniquilando los aligustres y demás especies perennes anodinas, y, por fin, en la costa gallega los niños se olvidasen de pinos y eucaliptos, que enmascaran las estaciones, y aprendiesen lo que es el otoño. Echo de menos el otoño, aunque me sienta muy mal. Me pone triste, no lo puedo evitar. El otoño es belleza y tristeza, el otoño es crepúsculo, es la estación inmediata a la nada. José Ángel Valente escribió lo siguiente en un poema de su libro póstumo, Fragmentos de un libro futuro:

El amarillo, el verde, el encendido
rojo sólo para morir
bajo el tendido velo del otoño


Quizás él también vio un liquidámbar.
Y mientras, mis alumnos siguen copiando unos de otros.

me he perdido
con el aire en las bóvedas tan bajas
de un cielo que, piadoso, me disuelve.

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