jueves, 30 de octubre de 2008

Un relato: "Ángel y Greta" (1ª parte)

Este relato, Ángel y Greta, es una actualización del cuento tradicional Hansel y Gretel. Confieso que me reí bastante escribiéndolo, y para que no se os haga muy largo, próximamente aparecerá la segunda y última entrega


ÁNGEL Y GRETA

Esta vez sí que estaban perdidos. Si no tenían cuidado, podrían morir apisonados por la estampida de ciudadanos que había apurado las compras hasta los instantes previos al cierre del centro comercial. Ni rastro de su padre, quien había alegado la oportunidad de consultar sobre la adquisición de una tarjeta de crédito sin recargos ni costes adicionales para darles el esquinazo y esfumarse como Houdini. ¿Cómo le pudieron creer si sabían que él no poseía cuenta bancaria? ¿Y cómo, si existía el precedente de la anterior visita a otro centro comercial?

No, esta vez no se presentaban las cosas como en la anterior, quince días antes, cuando los intentó abandonar aprovechando una confusión de gente y bolsas de plástico y cartón con emblemas bien conocidos, muy similar a la que habían estado expuestos ese mismo día. Pero su padre no se percató de que el Cornetto de vainilla que lameteaba con fruición dejaba un rastro de gotas que caían cucurucho abajo por motivos que explicaremos, rastro que a la sazón siguieron los niños hasta darle alcance, ya en las puertas que se abrían mágicamente con la cercanía de los seres humanos.

Sin embargo, esta vez se hallaban en un centro comercial de dimensiones casi improbables, a unos cuarenta kilómetros de casa. Y lo peor de todo fue no haber advertido el peligro, conjugado en la expresión ilusionada de Mari Puri cuando los tres salían de casa. Mari Puri, esa tía con la que vivía su padre desde hacía unos tres meses, a la que Riqui, el papá, había salvado de una vida meretriz y mercenaria en Reflejo’s, el club de alterne del barrio. Es que su papá vivía del bisnes, y, claro, sus relaciones sociales distaban de pertenecer a la plutocracia.

Después de aquella primera y torpe tentativa de abandono, instigada por Mari Puri, aunque, justo es reconocerlo, con la anuencia de su desnaturalizado padre, regresaron pegados a él como percebes. Riqui estaba muy pasado, por lo que ni siquiera se enteró de que sus hijos le escoltaban hasta el hogar, sito, por cierto, en un barrio de mala nota, en un edificio en deficiente estado de conservación, además de alquilado a un roñoso de ciento dos años que, por algún efecto colateral de su masiva medicación, había decidido contratar la instalación de gas. Por si me separo de Aurorita y me vengo a vivir aquí, decía él confidencialmente a los viejos vecinos del inmueble, y estos se callaban, porque Aurorita llevaba treinta años muerta.

Entraron en casa con suma cautela; Ángel fue el primero en pasar por delante de la puerta de la cocina, donde hablaban de espaldas a él Mari Puri y un instalador de acento andaluz. Habría jurado que el hombre aquel le estaba tocando el culo a Mari Puri mientras le mostraba los arcanos del gas pasajero de los tubos, pero rápidamente se centró en otras cuestiones prioritarias, como por ejemplo, pasar aquella fase de Prince of Persia que se le resistía más allá de lo normal. Greta, silenciosa como una sombra, se deslizó hacia el armario desvencijado y se puso en un abrir y cerrar de ojos el tanga de rebajas que había afanado en el centro comercial. Frente al espejo, frunció los labios, meneó el culo como el pato Donald y dio el visto bueno mientras tarareaba muy bajito y muy malevo: Me gusta el perreo, me gusta el perreo… Lo del contoneo lo había aprendido un día en que Riqui y Mari Puri habían llegado muy flipados a casa, y se olvidaron de cerrar la puerta del dormitorio. Prefirió no ver más, porque le molaba más ver las pelis porno que ligaba Riqui los fines de semana, y que dejaba desperdigadas por la casa, que aquella cutrez de sexo atrabiliario. Ángel tenía doce años, y Greta, diez.

Al cabo de un rato apareció el padre de los niños, con los ojos achinados y un hambre voraz. Había efectuado una parada obligada en una de las encrucijadas del barrio a fin de proveer de material a sus clientes y fumarse un peta con ellos, a modo de técnica mercantil. Ya se había ido el instalador de gas, y Mari Puri se pintaba las uñas de los pies de un color rojo pasión que en modo alguno casaba con los incipientes juanetes.

—¿Qué? ¿Ya? —inquirió ella, sin levantar la vista de los pies.

—En efecto —respondió él, engullendo las tres últimas rebanadas de pan Bimbo mohoso que quedaban en la bolsa.

—Bueno, pues un gasto menos, porque ¡cómo comen esos cabrones! ¡Así no hay quien se compre un buga, joder! —sentenció ella, bastante satisfecha del pie izquierdo.

Sin embargo, un ruidito le alertó de una presencia en el cuarto de los niños. Entreabrió la puerta, y vio a Ángel hipnotizado con la Play y a Greta haciendo posturitas delante del espejo. Tal fue la sarta de insultos que profirió Mari Puri a Riqui que hasta los dos niños pospusieron por unos momentos sus quehaceres.

Pero aquello fue la vez anterior. Ahora, a medida que se vaciaba el centro comercial, más se iba llenando el depósito del miedo, más se disipaban las probabilidades de retornar a casa. Las diez de la noche en pleno invierno, lloviznando sobre unas campas alejadas de la mano de Dios, sin un alma caritativa que accediese ya no a acercarlos a casa, sino solamente aproximarlos a su ciudad. La gente que se marchaba tenía otras cosas en la cabeza, tales como: ¿por qué demonios he comprado cinco pares de zapatos iguales? ¿cómo es posible que haya encargado un piano Hammond, si solo iba por unos yogures con bífidus activo? ¿por qué me rechazaron la tarjeta?

Esta otra vez su papá había vuelto a comprar un Cornetto de vainilla, y de nuevo le había mordido la punta del cucurucho porque atesoraba una pizca de chocolate, pues era esta la razón del pringue habitual, y de nuevo las gotas resbalaban por la mano hasta el suelo, lo que hizo que se confiasen, ya que en aquel suelo coruscante resaltaban grandemente. No podían imaginar que un yorkshire con un lacito en la cabeza color rojo etrusco iba a lamer esas gotitas, borrando las trazas del sendero. Y allí estaban los dos, abandonados por su padre, un drogata gilipollas que accedía a todos los deseos de Mari Puri, puta al fin y al cabo, a las puertas de un descomunal centro comercial que, si hubieran sabido algo de la Biblia, no habrían dudado en denominar Babilonia. Allí estaban, sí, ella con su minifalda rosa palo y la camisetita de asas cuya leyenda rezaba Fuck me; él, con unos vaqueros cuyo tiro llegaba a la rodilla y una camiseta negra a cuya espalda se podía leer una sugerencia anglosajona: Suck my dick. Ambas camisetas habían sido un regalo de Riqui, que las había chorizado aprovechando la confusión del mercadillo dominical. Riqui no dominaba la lengua de Milton.

Afuera, la noche. Adentro, la aproximación acelerada de un segurata, que los echó a cajas destempladas, tal era el aspecto de raterillos que tenían ambos. El segurata también desatendió la solicitud del préstamo de un par de monedas para llamar a casa. Ahora se arrepentían de haberse pulido los tres euros en cajas de Pringles. Además, razonándolo bien, si telefoneaban, ¿qué esperaban de Mari Puri y Riqui? Los habían abandonado y punto.

En fin. La oscuridad sojuzgaba los alrededores del parpadeante híper, anclado en un cruce de caminos sin indicadores de salida , una hábil estrategia para que todo el mundo tuviera que regresar al centro para informarse de cómo abandonar aquel laberinto, y de paso tomarse otro café, o cambiar de móvil. Cogidos de la mano, tomaron una de las carreteras al azar, en el momento en que todas las luces se apagaron. Caminaron empapándose paulatinamente con el calabobos, con la sensación de que a los dos bordes de la carretera acechaban todas las bestias y todos los monstruos y todos los asesinos en serie de los videojuegos que tanto les gustaban.

—Estoy acojonao —susurró Ángel, sincero como nunca antes había sido.

—Hostia, tío, gracias por las noticias —respondió ella, malhumorada —. Jo, eres el hermano mayor y tienes que protegerme, ¿no?

Ángel enarcó las cejas, se encogió de hombros y siguió caminando sin soltarle la mano húmeda y pegajosa a Greta.

—Yo creo que nos hemos equivocao, Ángel —dijo ella al punto.

—Posiblemente —aceptó él, y miró hacia atrás. Era como si el mundo estuviera aún por nacer, tal era la sensación de soledad y tan grande la densidad de las tinieblas. A Ángel se le escapó una lágrima furtiva.

—Y el muy cabrón, que nos iba a comprar un móvil, nos dijo. Pa’ embaucarnos, ¡qué cabrón! —se quejó Greta.

—Ya me parecía a mí que eso del móvil… —suspiró él, abatido.

De repente, vislumbraron un punto de luz en la lejanía. ¿Era un faro salvador en medio de un mar inmenso o era el lugar en que los depravados se comían crudos a los niños? Estaba por ver. No les quedaba otra opción que aproximarse con cautela y observar.

La luz provenía de la casa más extraña y maravillosa que nunca habían contemplado. Era un cubo de cristal tintado, estabilizado con una especie de contrafuertes, también de un material parecido al vidrio, los cuales, pese a su grosor, eran translúcidos. La luminosidad no venía de un punto en concreto, sino de la casa en sí, lo que la hacía aun más misteriosa. Ángel se arrastró hacia uno de los contrafuertes, que, vistos de cerca, más que eso eran una especie de burladeros transparentes. Lenta y silenciosamente acabó por llegar allí. Desde el suelo alzó la vista, y lo que vio le quitó la respiración.

Ni un contrafuerte, ni un burladero: era una cabina similar a la de los cajeros automáticos, en que, en vez de un dispensador de dinero, resplandecían todo tipo de soportes de juegos electrónicos. Ángel, con la boca como un buzón de correos, hizo una señal a Greta, quien en seguida estuvo a su lado.

—¡Tía, la X-Box, la Play, la Game Cube! ¡Y con demos de todos los juegos guays!

—¡Hostia, la de San Andreas, tío!

—¡Lo flipo!

Se olvidaron del hambre, del frío, del miedo, de todo, y se pusieron a jugar como posesos sin percatarse de que a sus espaldas una puerta perfectamente camuflada se abría sin ruido. Un hombre calvo de unos cincuenta años, ataviado de una camisa larga y blanca y unos pantalones flojos también blancos les recibió con un saludo vagamente budista.

—Hola, niños —dijo, con una voz aflautada—. ¿Os gustan los juegos?

Ellos se limitaron a farfullar un jujú, o un ajá, y siguieron hechizados por la combinación de píxeles en movimiento.

—Pues dentro tengo los juegos originales: ¿queréis verlos?

Entraron atropelladamente, atascándose en la estrecha puerta y soltando tacos como camioneros. Frente a ellos se ofrecía una sala amplia con todas las consolas disponibles en el mercado, enganchadas a cuatro televisores de plasma, asemejándose así a una especie de diligencia tecnológica.

—¡Joder, tío! —susurraron, ya que la emoción era tan grande que les oprimía los pulmones. Se abalanzaron cada uno hacia un televisor, y la vida se transformó en el sueño ideal hasta que, cosa de una hora más tarde, se percataron de que la puerta que se hallaba a sus espaldas estaba cerrada. Greta, con la mosca detrás de la oreja, se arrimó a ella, y comprobó algo insólito: la puerta no tenía picaporte, sino una ranura similar a la de los cajeros automáticos. Demudó su color, se giró y sentenció:

—La hemos cagao, Angelito.

(CONTINUARÁ)



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