lunes, 21 de abril de 2008

Rulfo y el tío Celerino




A Pedro Páramo, a Juan Rulfo

Dentro de la sección de libros que uno debe tener e incluso leer, me parece casi una obviedad recomendar Pedro Páramo, para mí, sin duda, una de las obras maestras del siglo XX. Pero como todo se ha dicho sobre esta obra, hablaré de mis impresiones, y de cómo llegué a conocerla.
Fue en diciembre de 1979, cuando cursaba COU en el instituto de Conxo, en Santiago. Nuestro profesor de Literatura española, que se llamaba José Luis, y que fue uno de los docentes que más ha marcado mi vida, un día nos dijo: “No sabéis la suerte que tenemos de saber castellano, porque así podemos leer Pedro Páramo en su lengua original. Pues bien. Salí del instituto y fui directamente a la librería Follas Novas. Compré el ejemplar de Rulfo que también contenía El llano en llamas. Y empecé a leer esa misma tarde. Y lo que leí me cambió la vida porque me inclinó definitivamente a ser escritor, más que ningún otro autor que hubiera admirado antes, más aun que el mismo Borges.
“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo.” Creo que es uno de los comienzos mejores que he leído en mi vida, si no el mejor. No en vano un autor del calado de Muñoz Molina empezó Beltenebros de esta manera, sin duda rindiendo un homenaje a Rulfo: “Vine a Madrid a matar a un hombre a quien no había visto nunca.” Otro comienzo impactante. Dice Vila-Matas que las primeras líneas son cruciales en una novela. En este caso, lo son, aunque no creo que sea condición sine qua non, porque ¿alguien recuerda cómo empieza Madame Bovary, por ejemplo? Es más, ¿alguien recuerda cómo empieza algún libro de Vila-Matas? Es que no hay nada mejor que subirse a un púlpito y soltar filipenses: paja en ojo ajeno, viga en el propio.
Pero bueno. Sigamos.
La fascinación que produce el libro de Rulfo no se detiene en la historia de Páramo y de Juan Preciado, su hijo no reconocido (historia de gran complejidad estructural, al entrelazar presente y pasado en fragmentos que van dejando tenues huellas sobre la identidad de cada personaje que los protagoniza), ni en la muerte final de Páramo (“Dio un golpe seco contra la tierra y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras.”), ni en la disquisición sobre si Preciado llegó muerto ya a Comala, o si murió allí (“Tengo memoria de haber visto algo así como nubes espesas haciendo remolino sobre mi cabeza y luego enjuagarme con aquella espuma y perderme en su nublazón. Fue lo último que vi.”) Es el lenguaje en sí lo que nos transporta a otros terrenos, la poesía del lenguaje popular del estado de Jalisco y la violencia brutal que contrasta con él. Siempre me ha llamado la atención, por encima de todas las virtudes de la obra, cuando resuena la voz nostálgica de la madre muerta: “…Llanuras verdes. Ver subir y bajar el horizonte con el viento que mueve las espigas, el rizar de la tarde con una lluvia de triples rizos (…). Un pueblo que huele a miel derramada.”



El poderoso contraste entre la memoria de la madre, que recuerda Comala como un paraíso, y la cruda realidad que halla su hijo: es el infierno. Es un lugar poblado de muertos en una hondonada herida por la intemperie. Por eso la madre le había dicho: “Allí me oirás mejor. Estaré más cerca de ti. Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte, si es que alguna vez la muerte ha tenido alguna voz.” Por supuesto: ella está muerta, y su hijo, también. Su hijo afirma haber muerto por los murmullos de los otros muertos. Pero me he dejado llevar. No creo que añada nada nuevo a la crítica de la obra de Rulfo: repito que solo quería dejar mis impresiones.



Años más tarde, cuando leí Mientras agonizo, de William Faulkner, encontré el hilo que unía a este con Rulfo. Faulkner, el gran maestro de los autores latinoamericanos del Boom, influyó, creo, decisivamente en Rulfo a través del personaje de Addie Bundren, la madre del clan de los Bundren, que muere pero también habla a lo largo del texto. Pero esta es mi teoría. Yo mismo he hecho hablar a los muertos en mi libro Zabiega.
Lo único que le puedo achacar a Rulfo es que fuera un “bartleby”, según definición de Vila-Matas (ahí sí que estuvo acertado), es decir, uno de esos autores que un día deja de escribir por razones ignoradas. Según sus propias palabras, lo dejó cuando falleció su tío Celerino, que era quien le contaba las historias que él novelaba. De él partieron, según Rulfo, las historias de El llano en llamas, situadas en los días atroces de las guerras cristeras; sin embargo no podemos tomar las palabras de Rulfo al pie de la letra, pues él mismo sufrió en sus carnes la violencia de esos días, y de la vida cotidiana mexicana, con la muerte de su padre, asesinado, de su tío José, también asesinado, o de su tío Rubén, muerto en una “balacera”. Una persona de su imaginación tenía suficiente para crear el mundo de ficción más cruel, más tierno, más adictivo, más desolador, el mundo de los llanos que creó, para bien de la humanidad.



Gracias, Juan Rulfo, dondequiera que estés. Cuando muera, que me lleven a Comala, a ver si puedo pasar toda la eternidad escuchando en tu voz las historias del tío Celerino.









A mi amigo Pedro Díaz García-Tuñón, que aunque tiene nombre de conde, no lo es.

1 comentario:

Hausdorff dijo...

Uno de los pocos libros que he leido dos veces...

Gracias de nuevo por habérmelo recomendado hace un par de años!!! ;)

Un beso!!